dimecres, 20 de març del 2013

La tarde sin límites


El jueves pasado me atreví a hacerlo: probé la pócima de la invisibilidad. A las seis de la tarde engullí todo el contenido del bote de un solo trago, sin pestañear, como un niñato que bebe contra reloj un viernes por la tarde. A las seis y diez ya era invisible a los ojos de cualquiera.

Al salir de casa —desnudo, obviamente—, se me hizo rarísimo no verme en el espejo del ascensor, con el que habitualmente mantengo diálogos breves y absurdos, pero tiré millas —"tiro millas en pelotillas", pensé—. Seguidamente crucé el barrio nerviosísimo, como en las pesadillas en las que apareces en tu oficina en pijama y pantuflas, y sólo me calmé al colarme en el autobús como un lerdo. 

Dediqué la mayor parte de la tarde a inspeccionar a mis anchas los mejores escotes de la ciudad –—siempre con inquietud científica—, y esta actividad me dejó profundamente aturdido, no tanto por las redondeces admiradas, como por el grado alarmante de obscenidad en las conversaciones de las féminas estudiadas: me topé con dos o tres conceptos sexuales nuevos para mí, aunque no los pude apuntar —la libreta no es invisible— y los he olvidado. Más tarde robé dos libros de Marías que hace años que quiero regalar y los escondí con vergüenza debajo de unas macetas. E hice nuevamente el cenutrio accediendo al metro sin pagar.  

Cuando anochecía me rompió los esquemas verte en aquella cafetería, a veinte metros de tu casa, tomando un café y escribiendo en un pequeño bloc de notas. Miles de veces he fantaseado con la posibilidad de poderte observar con entera libertad sin ser visto, tal vez estirada en tu sofá o duchándote, pero jamás imaginé poder leer lo que escribes, que tal vez es casi como saber lo que piensas. Y sin embargo, a pesar de tenerlo todo a favor para adentrarme en tu mundo secreto, respeté tu territorio, tu reserva protegida de pensamientos sólo tuyos. Supongo que simplemente tuve miedo a conocer lo que no debo saber, a usurpar tu intimidad como un sucio voyeur ; no seré yo quien desnude tus verdades que no me han de ser reveladas sin tu permiso.

El punto y final con el que cerraste tu libretita se me clavó como un martillazo en el pecho. Te levantaste, y al pasar junto a mí, el olor de tu pelo me encendió todo el cuerpo como gas pimienta. Pagaste en la barra y desapareciste. Yo permanecí inmóvil como un imbécil; un imbécil invisible e insignificante como una pestaña perdida entre las páginas de un tocho de novela rusa; un imbécil que nunca se acostumbrará a tu indiferencia.

Luego, antes de llegar a casa, saqué de quicio a dos o tres perros haciéndoles cosquillas en el hocico y descolgué de un cable eléctrico un par de zapatillas rojas fantásticas; les había echado el ojo hace un par de semanas, tras asistir a una fiesta soporífera, asfixiada en algún punto indefinido de la madrugada por un exceso de sentido común.

Ya en casa, minutos antes de caer rendido en la cama, me tomé cuatro gotas del remedio contra la invisibilidad mezcladas con Cola Cao. Y justo cuando empezaba a vislumbrar mis manos, me dormí. Aquella noche soñé que trabajaba como revisor en un vagón de metro en el que tú viajabas. Cuando te pedía el billete confesabas impasible que no habías pagado. Entonces yo te preguntaba tu nombre con el fin de multarte, y tú sólo respondías, resignada, "la espía que te amó".