Todos
los días, un rato. Pero ya ni trato de evitarlo: desde que partí a esta guerra
guarra y sin sentido, te me apareces todos los días, un rato.
Nadie
entiende cómo acabé en la primera línea del combate, ni por qué me alejé del calor
del hogar para defender una bandera incolora, una tela mentirosa que apenas reconozco porque no es la mía.
Ni la
pluma, ni la espada. Nada es más poderoso que tu recuerdo, ese ojo azul gigante que
acecha cuando me adormezco en algún prado que no ha pisado nadie, excepto ciervos de mirada dorada.
Luego, madrugadas inconexas, y cascadas de ti que inundan mi mente. Pero me despierto
seco. Seco. Y de nuevo debo luchar contra enemigos nobles y buenos, que son
siempre los peores. Y contra el temor a olvidar la senda de vuelta casa; un camino en el que, según cuentan, ya no crecen rosas.