dijous, 8 d’agost del 2013

Un sueño aplastante


Cuido a un gato que yace sumergido dentro de un bol de leche. Tiene una herida abierta en el lomo. Debo sacarlo del recipiente para darle algo de comer, pero no me atrevo porque el animalito me da miedo. También estoy al cuidado de dos niñas a las que he de dar la merienda. Piden que les prepare un Cola Cao, pero no encuentro el bote. Tampoco hallo un par de vasos limpios para servirlo. Finalmente doy con ellos, los lavo, y les sirvo leche a las crías (sola, sin Cola Cao).

Luego llegan mis dos hermanos mayores, "H" y "R", acompañados de un familiar al que hace años que no veo, que me saluda con efusividad insospechada. “Hacía tiempo que no nos veíamos”, me dice con afecto sincero.

Seguidamente aparezco en un espacio al aire libre, una plaza, en donde represento una obra de teatro con mi hermano "A". Ambos recitamos un texto. El público, sentado en el suelo, ocupa la mayor parte del escenario, por lo que hemos de actuar con cautela para sortear piernas y no pisarlas. Mi hermano "A" lleva la voz cantante en la actuación, yo no me sé mi papel. Llegamos al entreacto de la obra y "A" me reclama que participe más, que le eche un cable en escena. Cuando nos disponemos a reanudar nuestro espectáculo, nos damos cuenta de que el público, formado mayoritariamente por niños, se ha dispersado y recoge papeles y basura del suelo siguiendo órdenes de la organización del evento. Los periodistas de una televisión local aprovechan el momento de incertidumbre para pedirnos una entrevista y nos ponen a ambos un pinganillo en la oreja. Mi hermano "A" ya está preparado para hablar ante la cámara, pero los entrevistadores dudan sobre mi rol en la interviú: no tienen claro si debo permanecer fuera o dentro del plano. Y en ese preciso instante tu voz me llega a través del intrauricular. Suena más dulce que nunca:
— Que bonica l’escena en què has interpretat que et quedaves sol després d’una cita. M’ha recordat molt a nosaltres. T’estimo molt. 
Tus palabras me conmueven, respondo reprimiendo el llanto:
— Jo també, però paro perquè m’emociono. On ets?
Y tú, divertida: 
— He marxat fa una estona, estic al concert de The National.

Hasta aquí el sueño que he tenido esta pasada noche. De una lógica aplastante.

dilluns, 17 de juny del 2013

El pensionista ilusionista


Es un milagro que coma caliente los últimos tres días de cada mes, pero el pensionista ilusionista se considera un abuelo feliz. Tal vez porque ha aceptado los claroscuros de la rutina del jubilado. O simplemente porque sabe que a la vida hay que acariciarla con delicadeza y no agarrarla por las solapas como un camorrero, que hay que tratarla con dulzura para que no te suelte un mordisco en el cuello el día menos pensado —que siempre cae en domingo—. 

El viejo se estima afortunado porque cada mañana amanece junto a su mujer, apacible y soñadora estufa humana. Porque los monstruos de su juventud han perdido fiereza. Porque sus dos nietos, los faunos —así llama a los más pequeños de la familia—, pésimos imitadores de la fauna africana, que apenas hablan aún, son unos mocosos gordetes y entrañables que le hacen partirse en mil pedazos con sus ocurrencias y sus ridículas imitaciones de animales. Es afortunado porque hace más de tres décadas que renunció a ser el galán que nunca se despeina. Porque que ya no siente que la aguja del reloj le apunte siempre al entrecejo. 

El abuelo valora su suerte, pero este mes de mayo el dinero se ha evaporado antes que nunca y, siendo todavía día veinte, ya no se puede permitir ni el más mínimo gasto extra: nada de periódicos, ni de cafés, ni de dar limosna a la viejita de la plaza. Lo que le queda de pensión lo va a destinar íntegramente a alimentación y medicinas, y a unos cromos luminosos que quiere regalar a los faunos.

Hoy el anciano soñador se tuesta a fuego lento bajo el sol apagado de su ciudad septentrional —la única que existe para él, no visitó otra—, y se relaja en el parque como un león en la sabana tras devorar una presa indefensa y lastimosa. Sentado en un banquito, el viejo juega a imaginar a los que grabaron sus nombres en el respaldo del asiento en el que hoy descansa sin estar cansado. Con las yemas de los dedos reescribe las letras marcadas en la madera y fantasea con amores adolescentes no correspondidos, y detiene su mirada gris ante un mensaje que llama su atención: “El tiempo, todo locura”. El tiempo, todo locura ... cómo le conmueven estas palabras; cuán redonda es la vida cuando la belleza se reivindica en rincones y momentos insospechados. 

El abuelo se levanta del banquito con dificultades. Se ha hecho tarde y el cielo se ha puesto espumoso y rosado como el lambrusco. Si se demora más de lo previsto, se perderá el baño de los faunos, único espectáculo de trascendencia planetaria al que tiene acceso. El tiempo, todo locura, piensa el viejo. Y se ríe sin cautelas, como un loco.

dilluns, 13 de maig del 2013

El aprendiz batalla


Todos los días, un rato. Pero ya ni trato de evitarlo: desde que partí a esta guerra guarra y sin sentido, te me apareces todos los días, un rato. 

Nadie entiende cómo acabé en la primera línea del combate, ni por qué me alejé del calor del hogar para defender una bandera incolora, una tela mentirosa que apenas reconozco porque no es la mía. 

Ni la pluma, ni la espada. Nada es más poderoso que tu recuerdo, ese ojo azul gigante que acecha cuando me adormezco en algún prado que no ha pisado nadie, excepto ciervos de mirada dorada.

Luego, madrugadas inconexas, y cascadas de ti que inundan mi mente. Pero me despierto seco. Seco. Y de nuevo debo luchar contra enemigos nobles y buenos, que son siempre los peores. Y contra el temor a olvidar la senda de vuelta casa; un camino en el que, según cuentan, ya no crecen rosas.


divendres, 12 d’abril del 2013

Amenaza de perricidio


Maldito Gumy, ¿por qué sonríes como un sobrado cuando paso ante el bar de heavies en el que holgazaneas todas las tardes? ¿Por qué pones esa carita de chulín, de “soy el más guapo de la calle”, con esas miraditas perdidas como oteando el horizonte,  y esos morritos de aspirante a Miss Verano de discoteca cutre de costa? Gumy, perrete lamentable y patán, ¿cómo puedes ser tan creído, tan macho alfa, siendo tan minúsculo? ¡Si eres una peluca andante! No puedo contigo; no soporto tu actitud altiva, ni esos ojillos como olivas negras con los que me miras cada mañana como diciendo “vete a currar, pringado, que yo me voy a disfrutar del día a mis anchas, sin horarios, a perseguir perras como un obseso…”. Uf, qué rabia das, chucho, ¿cómo puedes ser tan territorial y tan rematadamente vago y pequeño? ¡Hámster!

Ayer fue un gran día: me dejé de tonterías y grité “Gumersindo tamarindo” desde la terraza de casa, con todo el puterío. Y aunque apenas pestañeaste, estoy seguro de que te molestó. Sé que te jodió mi provocación, porque odias tu nombre. Acéptalo. ¿Si no, por qué te haces llamar Gumy, eh? ¿A quién quieres engañar? ¡Va, que no somos tontos, sabemos cómo te llamas, GUMERSINDO!

En fin, no quiero que suene a ultimátum, pero sí, es un ultimátum: o cambias tu actitud o cualquier tarde voy a revelar tu secreto y voy a eliminar la gran X de la ecuación. Y entonces, Gumersindín, todo el mundo se enterará de la vegonzosa verdad, esa que sólo tú y yo conocemos. Y al fin amaneceré tranquilo, sin recordar hasta el último detalle de todos mis sueños. Y dejarás de ser amo y señor de mis pesadillas, esas extrañas visiones en las que ganas concursos de la tele compitiendo con mi nombre, o asistes a mi funeral vestido de viuda y miras mi ataúd con una sonrisita burlona, una mueca asquerosa que sólo puede salir de un verdadero hijo de perra como tú.

Asumámoslo, Gumer, nuestra calle no puede acogernos a los dos. Haznos un favor a todos y emigra. Si no por mí, hazlo por la paz social del pipicán, o por la salud mental de sus nobles perros urbanos. Avisado estás: o te largas del barrio, Gumersindito, o cualquier tarde ejerceré de Cesar Millán y  te enseñaré a ladrar en verso. Y ya sabes que no corren buenos tiempos para la lírica.


Gumersindo con su secreto sobre la quijotera

dimecres, 20 de març del 2013

La tarde sin límites


El jueves pasado me atreví a hacerlo: probé la pócima de la invisibilidad. A las seis de la tarde engullí todo el contenido del bote de un solo trago, sin pestañear, como un niñato que bebe contra reloj un viernes por la tarde. A las seis y diez ya era invisible a los ojos de cualquiera.

Al salir de casa —desnudo, obviamente—, se me hizo rarísimo no verme en el espejo del ascensor, con el que habitualmente mantengo diálogos breves y absurdos, pero tiré millas —"tiro millas en pelotillas", pensé—. Seguidamente crucé el barrio nerviosísimo, como en las pesadillas en las que apareces en tu oficina en pijama y pantuflas, y sólo me calmé al colarme en el autobús como un lerdo. 

Dediqué la mayor parte de la tarde a inspeccionar a mis anchas los mejores escotes de la ciudad –—siempre con inquietud científica—, y esta actividad me dejó profundamente aturdido, no tanto por las redondeces admiradas, como por el grado alarmante de obscenidad en las conversaciones de las féminas estudiadas: me topé con dos o tres conceptos sexuales nuevos para mí, aunque no los pude apuntar —la libreta no es invisible— y los he olvidado. Más tarde robé dos libros de Marías que hace años que quiero regalar y los escondí con vergüenza debajo de unas macetas. E hice nuevamente el cenutrio accediendo al metro sin pagar.  

Cuando anochecía me rompió los esquemas verte en aquella cafetería, a veinte metros de tu casa, tomando un café y escribiendo en un pequeño bloc de notas. Miles de veces he fantaseado con la posibilidad de poderte observar con entera libertad sin ser visto, tal vez estirada en tu sofá o duchándote, pero jamás imaginé poder leer lo que escribes, que tal vez es casi como saber lo que piensas. Y sin embargo, a pesar de tenerlo todo a favor para adentrarme en tu mundo secreto, respeté tu territorio, tu reserva protegida de pensamientos sólo tuyos. Supongo que simplemente tuve miedo a conocer lo que no debo saber, a usurpar tu intimidad como un sucio voyeur ; no seré yo quien desnude tus verdades que no me han de ser reveladas sin tu permiso.

El punto y final con el que cerraste tu libretita se me clavó como un martillazo en el pecho. Te levantaste, y al pasar junto a mí, el olor de tu pelo me encendió todo el cuerpo como gas pimienta. Pagaste en la barra y desapareciste. Yo permanecí inmóvil como un imbécil; un imbécil invisible e insignificante como una pestaña perdida entre las páginas de un tocho de novela rusa; un imbécil que nunca se acostumbrará a tu indiferencia.

Luego, antes de llegar a casa, saqué de quicio a dos o tres perros haciéndoles cosquillas en el hocico y descolgué de un cable eléctrico un par de zapatillas rojas fantásticas; les había echado el ojo hace un par de semanas, tras asistir a una fiesta soporífera, asfixiada en algún punto indefinido de la madrugada por un exceso de sentido común.

Ya en casa, minutos antes de caer rendido en la cama, me tomé cuatro gotas del remedio contra la invisibilidad mezcladas con Cola Cao. Y justo cuando empezaba a vislumbrar mis manos, me dormí. Aquella noche soñé que trabajaba como revisor en un vagón de metro en el que tú viajabas. Cuando te pedía el billete confesabas impasible que no habías pagado. Entonces yo te preguntaba tu nombre con el fin de multarte, y tú sólo respondías, resignada, "la espía que te amó".