dimecres, 28 de maig del 2014

Los demonios del lobo

Aún recuerdo mi primera resaca, la tuve después de una noche de luna llena en la que no ingerí ni una gota de alcohol: ocurrió tras mi primera transformación en hombre lobo. Yo tenía diecisiete años — verano de 1989— y por aquel entonces no sospechaba que mi naturaleza aún no se había manifestado en toda su plenitud. Aún no sabía que era, y soy, un licántropo, el primer hombre lobo de mi familia; mi primo, el del pueblo, no lo es, aunque en ocasiones pueda parecerlo.

No me apetece rememorar los detalles de mi primera metamorfosis. Creedme, no es agradable recordarlo. Imaginad la angustia que os invadiría al descubrir que en pocos segundos os crecen unos colmillos como brocas de titanio, que os convertís en una bestia peluda y detestable. Sólo apuntaré que aquel 29 de junio el sol se puso a las 21.38 horas —consulté este dato irrelevante en el periódico— y que no pude volver a ponerme el pijama que llevaba puesto aquella madrugada atroz.

Peor que la trasformación fue la reacción de mis padres. Mamá me dijo “te lo buscaste” y Papá, que la melena y la barba eran de gente progre. Ante mis súplicas de apoyo y consejo, mi querido progenitor sólo pudo responder “no te apures, al final, tarde o temprano, todos acabamos pillando cacho”. Aquello acabó de hundirme. Fue realmente duro que mis padres no asumieran la realidad, que rehusaran hablar del asunto, que evitaran aceptar mi parecido con el perro del vecino. Así que aquella misma semana los senté en el sofá de casa y les exigí una explicación. Según ellos, el único causante de mi transformación era yo, y me la había provocado solito por un excesivo sentido de la responsabilidad. Aquello era intolerable, me indigné como nunca, pero no pude cuestionar su postura y cuando les iba a reprochar sus hipótesis infundadas y su nula empatía, mi madre se desmayó —aún hoy sospecho que sólo lo simuló— y tuvimos que dejar la conversación en el aire, donde ha permanecido desde aquel día, flotando sobre nuestras cabezas. Después de aquello no me atreví a volver a sacar el tema por miedo a que Mamá se desvaneciera nuevamente. Total, que sigo sin poder hablar con ellos, con la espinita clavada, y debo consolarme con venganzas inofensivas e inocuas: cuando me emborracho en reuniones familiares o en Navidad, suelto indirectas sobre el asunto e insto a mis sobrinitos a que se suban a sus sillas y les canten “Cinco lobitos tiene la loba”. Pero mis padres hacen ver que no les importa; está claro, mi naturaleza lobuna los supera. 

A mi primera novia se lo oculté durante un tiempo, hasta que una de las trasformaciones me pilló en pleno acto sexual y no pude controlarla. No hace falta decir que a ella le encantó la experiencia y que ya nada volvió a ser igual entre nosotros. Cortó conmigo dos meses después porque, según me recriminó al echarme de casa, soy un cordero con piel de lobo —lamentable, no pudo evitar el ridículo juego de palabras—. Le supliqué comprensión, pero ella se cerró en banda y argumentó que no soportaba lidiar con tantos pelos en la ducha, ni mi excesivo autocontrol en la cama. “Eres como un Ferrari sin motor”, me espetó. No sé, tal vez tenía razón... Ahora la chica sale con un tío guapo, exitoso y bueno —según sus propias palabras (de él) —, que se depila una vez al mes y tiene unos dientes diminutos, como los de un niño de párvulos. Es como un maniquí de El Corte Inglés, el muy cabrón. Es alto y perfecto, y le sobra actitud: el típico tío que siempre tiene a punto una sentencia definitiva sobre cualquier asunto y la suelta con modestia fingida — a mí no me engaña, es un soberbio: le delata la barbilla apuntando al infinito—. 

Pero prefiero no hablar de mi ex y de su Superman(iquí). Mejor, una última reacción sorprendente de mi entorno más cercano: mi mejor amigo aceptó mi nueva naturaleza desde el primer día, aunque dudo que realmente asumiera la gravedad del asunto, pues estuvo más de media hora partiéndose de risa, emitiendo unas carcajadas aterradoras, parecidas a las risotadas enlatadas de las comedias de la tele. Me parece recordar que cuando se recuperó del ataque de risa dijo algo así como “ser hombre lobo conlleva muchas responsabilidades”. Un crack, mi amigo; oyó la frase en una película ochentera de cuyo título no logro olvidarme. 

Como podréis suponer, mi vida dejó de ser normal —creedme, existe la vida normal, y la vuestra lo es— aquel verano del 89. Tras constatar la incomprensión de mis pocos seres queridos, decidí ocultar mi naturaleza al resto de mortales. Y como siempre ocurre en estos casos, se impuso la vergüenza, la soledad y el silencio. Han pasado ya muchos años desde mi primera mutación y mi día a día es cada vez más triste. Me gustaría reinventarme, pero no sé por dónde empezar. A través de Internet he localizado una aldea abandonada y en venta al sur de Galicia, en la que tal vez podría refugiarme. Creo que allí sería más feliz, pues no tendría que esconderme de los seres humanos y viviría más relajado —tal vez los habitantes del pueblo vecino sean tan peludos como yo...—. Pero eso es mucho suponer. A mis 42 años sobrevivo solo, parapetado en un entresuelo cochambroso en la peor calle de mi barrio, y me relaciono con el mundo a través de un ordenador con el que me abastezco de todo lo que necesito (comida e información, básicamente). Confieso que la popularización de Internet me ha salvado de la soledad más extrema y que con el tiempo me ha proporcionado algunas alegrías, aunque sean menores; hasta me ha permitido forjarme cierta reputación en el campo del cibersexo: fliparíais con las cantidades que la gente está dispuesta a pagar por verme desnudo. 

Así que no nos engañemos, mi existencia es cada día más complicada. Quién sabe, tal vez mejorará el día que acepte que no soy más que un lunático; que la Luna, lamentable satélite-peonza, rige literalmente mi estado anímico. Un dato jodido éste, porque apenas la veo y únicamente puedo intuir su luminosa presencia tras el presunto skyline de mi barriada. En todo caso, no os apuréis, yo no vislumbro la Luna, pero a mí tampoco me veréis nunca. Como mucho, tal vez oigáis mis aullidos en las noches más claras. Son parecidos a los de los perros, pero yo emito una ‘u’ que tiende a sonar ‘i’, como en francés. No lo dudéis: si oís bramidos con un deje gabacho, soy yo. Me consta que soy el único hombre lobo que sobrevive en esta ciudad.

¡¡Aaaaaiuiuiuiuiuiuiuiuiuiuiu!!

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