Ha vuelto a ocurrir: Fulgencio
se ha sentido único. De nuevo, por unos instantes, se ha creído
excepcionalmente brillante, como una moneda recién acuñada. Ha sido tras el
primer café de la mañana, justo después de parir un par de ideas irrefutables
sobre la relación existente entre el individualismo y el esquí nórdico.
Más tarde, a media mañana, se ha
visto reflejado en el escaparate de una boutique de ropa para nudistas —la poca que usan entre desnudo y
desnudo, para ir al banco, por ejemplo, supone él— y a Fulgencio no le han gustado nada ni su
cara, ni la desviación de sus rodillas en sus nuevos pantalones de pana. Ante tal
bofetada de realismo, el pobre se ha sentido muy desgraciado, como en aquella tarde
febril de su niñez, cuando fue humillado por una profesora altísima a la que
amaba en secreto.
Fulgencio es así. Es una moneda
lanzada al aire. Si es cara, no es cruz.
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