Vuelvo
a aporrear tus puertas sin bajarme del caballo. Sé que estás ahí dentro, en tu
castillo sin ascensor, vestida de gala, con esos tacones que te sitúan en el
ático de nuestra escena amorosa. Estás, pues tu perfume japonés se cuela por las
rendijas del portón; también, tu silencio de supervivencia. Regresaré cuando mi
caballo miope sea bienvenido en tu establo y ya sólo te sueñe en blanco y negro.
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